Supongo que el arte y el vértigo comparten la misma sustancia. Aquella que inhalada por los ojos nos aproxima a un hondo desequilibrio y nos obliga a calibrar los parámetros de nuestros sentidos. Por muy enraizados que tengamos los pies y el corazón, el golpe directo o la sacudida nos hacen tambalearnos y retroceder tres o cuatro pasos. Es la distancia o la condena de quien se atreve con ciertas revelaciones. Vértigo. Velocidad y luz. Oscuridad y golpe. Sensualidad y espera cautelosa. La eléctrica euforia de quien atraviesa el espacio a lomos de un tigre. El pulso desbocado de quien cae bajo sus zarpas. La grieta que hay entre esa euforia y ese pulso. En definitiva, la serena convicción de que, una vez más, no tenemos más remedio que evaluar hasta dónde estamos dispuestos a sentir.
Texto de Juan Manuel Gil.